Hoy ha venido del pueblo mi prima Maruja.
Cómo describírosla.
Es un híbrido entre la Ramona y Aída, con aires de grandeza-de-mercadillo y un glamour que quita el sentido-común.
Para empezar, ella no viaja ni en coche ni en avión. Los considera inventos del demonio, según sus propias palabras. Se lo ha dicho el párroco de Cornalejos del Monte, donde vive, que es el que confiesa al pueblo entero y se las sabe todas.
Maruja sólo viaja en tren. En coche-cama, para ser más exactos. Así lo hacían sus padres, sus abuelos y todos sus antepasados. Para qué cambiar.
Es una mujer con tiempo (“ónde vas, prima, no corras que vas a derrapar!!!???”) y un cuidado don de gentes (“y este es el tío aquel que se sacaba los mocos a dos manos cuando vine la otra vez??? Pues encantada de nuevo, majete!!!”).
No es muy viva, para qué engañarnos, y hay que leerla entre líneas (“no entiendo una mierda: qué son todas estas rayas de colores en este papelillo? Es el plano del metro, prima, el plano del metro”…).
Se emociona con cualquier objeto desconocido (“ayyy qué cosicaaa, y dices que la has llamado Barbie???”) y no se deja amedrentar por cualquiera (“usted, vuélvame a rozar con la cesta y le pego dos mandobles que da tres vueltas a la cola del súper”).
Cada vez que sale en la tele algo parecido a “Noticia, noticia bomba!!! Una tía ha dicho en público que Confucio inventó la confusión!!!", yo me pongo a rezarle a San Pancracio: por favor, por favor, que no haya sido la prima Maruja...
De pequeñas, nos llevábamos de maravilla. Nadie como ella para atrapar renacuajos en el río y arrancarles las alas a las moscas, que “verás qué movimiento más gracioso les queda a las jodías”. Nunca ha tenido mascota, porque de niña le mordió Sonrisas, el conejo de la Rosita, la que vivía encima de la cuadra, y decidió que los animales no eran de fiar. Así que cada vez que se cruza con un perro, le da disimuladamente golpecitos con el bolso en el hocico, a la vez que grita al dueño: “su perro me ha mirado mal!!! Señora, es que está tuerto. Que no, que me ha guiñado el ojo, leches!!!”.
Es una auténtica trendspotter (“mira qué mona me queda la falda-pantalón que me compré el otro día en el mercadillo de la plaza, a que se la veo a alguna lagarta de la tele en dos días???. Cierto, cierto, prima y, encima, esta vez, no se te transparenta nada”) y me deja anonadada cuando le da por hacerse la sabihonda (“pues he visto en la tele que se venden unos zapatos monísimos de un tal Manolo-López-Gómez-o-yo-qué-sé, que van a ser el último grito. Tengo que preguntarle a la Jessi si los va a traer al mercadillo. Te compro un par???”). Todavía recuerdo mi último regalo de cumpleaños con pavor: unas sandalias de plástico color rojo-magenta que brillaban al sol cual luciérnagas en celo. Menuda cagada.
Ya de adultas, nos hemos ido distanciando. Ella no tiene ordenador (le ha dicho el párroco que se te puede meter cualquiera en casa por la pantalla), ni teléfono móvil (porque “el alcalde nos ha puesto una cabina en la plaza y hay que amortizarla”) y las comunicaciones así, tan limitadas, han hecho que no hablemos con la asiduidad de antes. Por eso, cada vez que viene de visita, me pone al día y me cuenta, por ejemplo, que se ha echado un novio hippie que fuma “hierba que debe coger de la campa de la Ambrosia” y que la maestra de la escuela es “un pendón desorejao que deja a los niños leyendo el catecismo mientras se acerca a la peluquería de la Yoli a que le pongan los bigudís porque ha quedao con Juanito, el del estanco, pa ir a la romería de Santa Brígida”.
Como veis, ella es un pozo de sabiduría agreste.
Cómo describírosla.
Es un híbrido entre la Ramona y Aída, con aires de grandeza-de-mercadillo y un glamour que quita el sentido-común.
Para empezar, ella no viaja ni en coche ni en avión. Los considera inventos del demonio, según sus propias palabras. Se lo ha dicho el párroco de Cornalejos del Monte, donde vive, que es el que confiesa al pueblo entero y se las sabe todas.
Maruja sólo viaja en tren. En coche-cama, para ser más exactos. Así lo hacían sus padres, sus abuelos y todos sus antepasados. Para qué cambiar.
Es una mujer con tiempo (“ónde vas, prima, no corras que vas a derrapar!!!???”) y un cuidado don de gentes (“y este es el tío aquel que se sacaba los mocos a dos manos cuando vine la otra vez??? Pues encantada de nuevo, majete!!!”).
No es muy viva, para qué engañarnos, y hay que leerla entre líneas (“no entiendo una mierda: qué son todas estas rayas de colores en este papelillo? Es el plano del metro, prima, el plano del metro”…).
Se emociona con cualquier objeto desconocido (“ayyy qué cosicaaa, y dices que la has llamado Barbie???”) y no se deja amedrentar por cualquiera (“usted, vuélvame a rozar con la cesta y le pego dos mandobles que da tres vueltas a la cola del súper”).
Cada vez que sale en la tele algo parecido a “Noticia, noticia bomba!!! Una tía ha dicho en público que Confucio inventó la confusión!!!", yo me pongo a rezarle a San Pancracio: por favor, por favor, que no haya sido la prima Maruja...
De pequeñas, nos llevábamos de maravilla. Nadie como ella para atrapar renacuajos en el río y arrancarles las alas a las moscas, que “verás qué movimiento más gracioso les queda a las jodías”. Nunca ha tenido mascota, porque de niña le mordió Sonrisas, el conejo de la Rosita, la que vivía encima de la cuadra, y decidió que los animales no eran de fiar. Así que cada vez que se cruza con un perro, le da disimuladamente golpecitos con el bolso en el hocico, a la vez que grita al dueño: “su perro me ha mirado mal!!! Señora, es que está tuerto. Que no, que me ha guiñado el ojo, leches!!!”.
Es una auténtica trendspotter (“mira qué mona me queda la falda-pantalón que me compré el otro día en el mercadillo de la plaza, a que se la veo a alguna lagarta de la tele en dos días???. Cierto, cierto, prima y, encima, esta vez, no se te transparenta nada”) y me deja anonadada cuando le da por hacerse la sabihonda (“pues he visto en la tele que se venden unos zapatos monísimos de un tal Manolo-López-Gómez-o-yo-qué-sé, que van a ser el último grito. Tengo que preguntarle a la Jessi si los va a traer al mercadillo. Te compro un par???”). Todavía recuerdo mi último regalo de cumpleaños con pavor: unas sandalias de plástico color rojo-magenta que brillaban al sol cual luciérnagas en celo. Menuda cagada.
Ya de adultas, nos hemos ido distanciando. Ella no tiene ordenador (le ha dicho el párroco que se te puede meter cualquiera en casa por la pantalla), ni teléfono móvil (porque “el alcalde nos ha puesto una cabina en la plaza y hay que amortizarla”) y las comunicaciones así, tan limitadas, han hecho que no hablemos con la asiduidad de antes. Por eso, cada vez que viene de visita, me pone al día y me cuenta, por ejemplo, que se ha echado un novio hippie que fuma “hierba que debe coger de la campa de la Ambrosia” y que la maestra de la escuela es “un pendón desorejao que deja a los niños leyendo el catecismo mientras se acerca a la peluquería de la Yoli a que le pongan los bigudís porque ha quedao con Juanito, el del estanco, pa ir a la romería de Santa Brígida”.
Como veis, ella es un pozo de sabiduría agreste.
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