
No puedo volver a la lechuga.
Es que no sé cómo hacerlo.
Es que no sé cómo hacerlo.
Sólo con probar un bocado bajo en sal o alto contenido en fibra (del alimento que sea), mi cuerpo se descompone y le entran como sudores. Necesito mi chute de polvorón y mi rayita de Suchard para no desfallecer al final de la jornada.
¿Es esto normal?
¿Hasta dónde pueden ensancharse unas caderas de tamaño, llamémosle, “estándar”?
¿Más allá de la pared?
¿Podrían ellas solas, por ejemplo, atravesar el murete de pladur que separa mi despacho del baño? ¿Se han dado casos de “vida propia” de estas características, quiero yo saber, o hay un límite en el que tus cartucheras gritan “por mí y por todas mis compañeras” y, automáticamente, tu cuerpo vuelve a su ser para volver a empezar el juego desde cero?
¿Hay vida después del roscón de crema?
Como veis, he vuelto hecha un mar de dudas.
Estos desmanes preapocalípticos que acompañan a la Navidad son demenciales.
Una ya no sabe si lo normal es desayunar chocolate con galletas de mantequilla, mazapán relleno de cacahué, huevos fritos con chorizo, sopas de ajo y una copita de cava o si es algo que solo está permitido en la madrugada de año nuevo. O si lo de cenar dos tipos de entrantes, cuatro primeros y tres segundos platos distintos es cosa de todos los días o deberíamos limitarlo a la jamada de Nochebuena. Como todo Dios engulle alrededor a dos papos sin inmutarse, una podría llegar a pensar que en sus casas se come así a diario: a lo bestia y sin control.
Yo ya no sé qué creer...
Hmm… ¿qué ven mis ojos? Esperad un momentito…
-Suelta, sueltaaaaa, mano lagarta, suelta el turrón blando, que te va a poner los muslos a juegoooo…
Perdonad la interrupción. Ya estoy de nuevo con vosotros.
Es que tengo a las extremidades revolucionadas y haciendo de su capa un sayo.
Se creen que por haberles dado carta blanca durante una semana, todo el año va a transcurrir de la misma manera.
Angelitos…
Mi madre ya me ha lanzado un par de indirectas, por culpa de un bocata de panceta con pimientos que saltó a mi boca sin permiso la víspera de Reyes. Estaba yo tan tranquila, viendo la cabalgata en familia, cuando, de pronto, como salido de la nada, un panecillo kamikaze, haciendo un doble looping con caída al bies, se incrustó entre mis muelas, obligándome a masticar a megavelocidad y a tragar a raudoceleridad por aquello de no morir asfixiada y por miedo a que Baltasar se vengara dejándome un cargamento de carbón de azúcar. A mí. Que, como sabéis, vivo a dieta…
La cara de mi madre fue un poema. Empezó con la cantinela del “a ver si es que no puedes estar diez minutos seguidos sin comer”, siguió con el “a ver si te vas a poner hiperglucémica justo la noche de Reyes y tus niños a esperar los regalos en el hospital”, para terminar con el “a ver si te va a reventar la chaquetita que te he comprado en estas fiestas y todavía ni me la has prestado”… una gloria este villancico materno. Se ha convertido en todo un superventas estos días en mi casa… Vamos, que se me atragantó la panceta.
Con deciros que le he cogido hasta manía…
A mi madre, no a la panceta, ¿eh?
Eso nunca.
En buena hora dejé de fumar.
Me ha venido bien para no acabar a mamporros con el resto de ciudadanos-sanos o con la máquina de tabaco que se queda las vueltas, pero lo que es a mi hambre-perenne le ha venido de pena. Estoy hecha una insaciable.
Entiéndaseme en el sentido nutritivo del término.
No en el otro, ¡so guarros!
Verás el día que les corte el grifo a mis encías.
Que se aparten todos a mi alrededor, porque puedo morderles un ojo de pura ansiedad.
Y eso, ya lo aviso desde ahora, es irrecuperable.
Que para moverme, reconozco que no dejo estela.
Pero para tragar, soy más rápida que Billy el Niño.
Advertidos quedáis…
¿Es esto normal?
¿Hasta dónde pueden ensancharse unas caderas de tamaño, llamémosle, “estándar”?
¿Más allá de la pared?
¿Podrían ellas solas, por ejemplo, atravesar el murete de pladur que separa mi despacho del baño? ¿Se han dado casos de “vida propia” de estas características, quiero yo saber, o hay un límite en el que tus cartucheras gritan “por mí y por todas mis compañeras” y, automáticamente, tu cuerpo vuelve a su ser para volver a empezar el juego desde cero?
¿Hay vida después del roscón de crema?
Como veis, he vuelto hecha un mar de dudas.
Estos desmanes preapocalípticos que acompañan a la Navidad son demenciales.
Una ya no sabe si lo normal es desayunar chocolate con galletas de mantequilla, mazapán relleno de cacahué, huevos fritos con chorizo, sopas de ajo y una copita de cava o si es algo que solo está permitido en la madrugada de año nuevo. O si lo de cenar dos tipos de entrantes, cuatro primeros y tres segundos platos distintos es cosa de todos los días o deberíamos limitarlo a la jamada de Nochebuena. Como todo Dios engulle alrededor a dos papos sin inmutarse, una podría llegar a pensar que en sus casas se come así a diario: a lo bestia y sin control.
Yo ya no sé qué creer...
Hmm… ¿qué ven mis ojos? Esperad un momentito…
-Suelta, sueltaaaaa, mano lagarta, suelta el turrón blando, que te va a poner los muslos a juegoooo…
Perdonad la interrupción. Ya estoy de nuevo con vosotros.
Es que tengo a las extremidades revolucionadas y haciendo de su capa un sayo.
Se creen que por haberles dado carta blanca durante una semana, todo el año va a transcurrir de la misma manera.
Angelitos…
Mi madre ya me ha lanzado un par de indirectas, por culpa de un bocata de panceta con pimientos que saltó a mi boca sin permiso la víspera de Reyes. Estaba yo tan tranquila, viendo la cabalgata en familia, cuando, de pronto, como salido de la nada, un panecillo kamikaze, haciendo un doble looping con caída al bies, se incrustó entre mis muelas, obligándome a masticar a megavelocidad y a tragar a raudoceleridad por aquello de no morir asfixiada y por miedo a que Baltasar se vengara dejándome un cargamento de carbón de azúcar. A mí. Que, como sabéis, vivo a dieta…
La cara de mi madre fue un poema. Empezó con la cantinela del “a ver si es que no puedes estar diez minutos seguidos sin comer”, siguió con el “a ver si te vas a poner hiperglucémica justo la noche de Reyes y tus niños a esperar los regalos en el hospital”, para terminar con el “a ver si te va a reventar la chaquetita que te he comprado en estas fiestas y todavía ni me la has prestado”… una gloria este villancico materno. Se ha convertido en todo un superventas estos días en mi casa… Vamos, que se me atragantó la panceta.
Con deciros que le he cogido hasta manía…
A mi madre, no a la panceta, ¿eh?
Eso nunca.
En buena hora dejé de fumar.
Me ha venido bien para no acabar a mamporros con el resto de ciudadanos-sanos o con la máquina de tabaco que se queda las vueltas, pero lo que es a mi hambre-perenne le ha venido de pena. Estoy hecha una insaciable.
Entiéndaseme en el sentido nutritivo del término.
No en el otro, ¡so guarros!
Verás el día que les corte el grifo a mis encías.
Que se aparten todos a mi alrededor, porque puedo morderles un ojo de pura ansiedad.
Y eso, ya lo aviso desde ahora, es irrecuperable.
Que para moverme, reconozco que no dejo estela.
Pero para tragar, soy más rápida que Billy el Niño.
Advertidos quedáis…
